martes, 26 de noviembre de 2019

ÉTICA APLICADA Y MEDIOS A FINES

 Todos los días los medios de comunicación informan sobre episodios de deterioro social y ambiental o de daños a personas y a sus bienes. A veces se trata de desastres naturales, terremotos, huracanes, sequías, pero en muchos casos se trata de daños producidos mediante la aplicación del conocimiento científico y de alguna tecnología. Pero también diariamente leemos sobre los beneficios de la ciencia y la tecnología: terapias más efectivas para enfermedades que hasta hace poco eran mortales, nuevas vacunas, robots que hacen cirugía de corazón abierto, sistemas de cómputo y de comunicaciones que permiten teleconferencias y una mejor educación a distancia, productos novedosos en la telefonía móvil, en Internet o en aviones para hacer la comunicación más rápida, segura y económica.
  La posibilidad de que el conocimiento científico y la tecnología se usen para bien y para mal ha dado lugar a concepciones encontradas acerca de su naturaleza y de los problemas éticos que plantean. Una de esas concepciones sostiene la llamada “neutralidad  valorativa” de la ciencia y de la tecnología. De acuerdo con ella, la ciencia y la tecnología no son buenas ni malas por sí mismas. Su carácter positivo o negativo, desde un punto de vista moral, dependerá de cómo se usen los conocimientos, las técnicas y los instrumentos que ellas ofrecen a los seres humanos. Esta posición sostiene, por ejemplo, que los conocimientos de física atómica y el control humano de la energía nuclear no son moralmente buenos ni malos por sí mismos. Son buenos si se usan para fines específicos y se cuidan los efectos ambientales; pero son malos si se usan para producir bombas, y peor si esas bombas se utilizan efectivamente para destruir bienes y dañar a la naturaleza, o para intimidar y dominar a pueblos o a personas. Para esta concepción, los conocimientos científicos y la tecnología sólo son medios para obtener  fines determinados. Los problemas éticos en todo caso surgen ante la elección de los fines a perseguir, pues son éstos los que pueden ser buenos o malos desde un punto de vista moral. Pero ni los científicos ni los tecnólogos son responsables de los fines que otros elijan.
  La concepción de la neutralidad valorativa de la ciencia se basa principalmente en la distinción entre hechos y valores. Las teorías científicas tienen el fin de describir y explicar hechos y no es su papel el hacer juicios de valor sobre esos hechos.
  A esta concepción se opone otra que propone un análisis según el cual la ciencia y la tecnología ya no pueden concebirse como indiferentes al bien y al mal. La razón de esto es que la ciencia no se entiende únicamente como un conjunto de proposiciones o de teorías, ni la tecnología se entiende sólo como un conjunto de artefactos. Bajo esta concepción alternativa, la ciencia y la tecnología se entienden como constituidas por sistemas de acciones intencionales. Es decir como sistemas que incluyen a los agentes que deliberadamente buscan ciertos fines, en función de determinados intereses, para lo cual ponen en juego creencias, conocimientos, valores y normas. Los intereses, los fines, los valores y las normas forman parte también de esos sistemas, y sí son susceptibles de una evaluación moral.
  "La tecnología está formada por sistemas técnicos que incluyen a las personas y los fines que ellas persiguen intencionalmente, al igual que los conocimientos, creencias y valores que se ponen en juego al operar esos sistemas para tratar de obtener las metas deseadas "(Quintanilla, 1989).
  Las intenciones, los fines y los valores, además de las acciones emprendidas y los resultados que de hecho se obtienen (intencionalmente o no), sí son susceptibles de ser juzgados desde un punto de vista moral.
  Bajo esta concepción, entonces, la ciencia y la tecnología no son éticamente neutrales.
Los sistemas técnicos pueden ser condenables o loables, según los fines que se pretendan lograr mediante su aplicación, los resultados que de hecho produzcan, y el tratamiento que den a las personas como agentes morales.
  Cuando los agentes realizan de hecho ciertas acciones, obtienen efectivamente ciertos resultados, algunos de los cuales coinciden con los fines perseguidos intencionalmente por ellos y otros no (son los resultados no intencionales).
  Cuando los agentes ponen en juego medios adecuados para obtener los fines que persiguen, suele decirse que han hecho una elección racional. Una elección de medios para alcanzar ciertos fines es racional si esos medios son adecuados para alcanzar esos fines.
  La consideración racional de los fines es muy importante para las evaluaciones éticas en la ciencia y la tecnología. Pues desde ese punto de vista, siempre debemos analizar si esos fines resultan o no compatibles con valores y principios que aceptamos como fundamentales desde el punto de vista moral.
  En resumen: los problemas éticos que plantea la tecnología no se limitan sólo al uso posible de los artefactos, sino que surgen en virtud de las intenciones de los agentes que forman parte de los sistemas técnicos, de sus fines, deseos y valores, así como de los resultados que de hecho obtengan, incluyendo los resultados no intencionales.


REVISTA DE CULTURA CIENTÍFICA 
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De un modo general, llamamos ética a la rama de la filo­so­fía
que se ocupa de la moral —es decir, de las reglas, có­digos o normas que nos permiten vivir en sociedad y que hacen que juzguemos unas cosas como buenas y otras como malas—, así como de los valores —o sea, de la im­por­tancia última que asignamos a las cosas o a las acciones, importancia que se convierte en el atributo que condi­ciona el curso de nuestro comportamiento, y por la cual algunas cosas se hacen deseables y otras no. Así pues, la ética no se ocupa de cómo son las cosas, sino de cómo de­berían ser, de acuerdo con ciertos principios, en muchos casos ideales o utópicos, que permiten una mejor vida en sociedad.

Por su parte, podemos entender por ética del medio am­biente a la rama de la ética que analiza las relaciones que se establecen entre nosotros y el mundo natural que nos rodea. De hecho, entre los productos culturales más im­por­tantes de la evolución humana están determinadas preocupaciones éticas, incluyendo la preocupación por el medio ambiente en general y los seres vivos en particular. Algunos ejemplos ayudarán a concretar la idea. En los momentos álgidos de la caza ilegal del ri­no­ceronte blanco, especie en peligro de extinción y oficialmente protegida en Zim­babwe, los cazadores furtivos podían ser legalmente abatidos a tiros por los guardas de caza de las reservas de ese país. ¿Podemos justificar la muer­te de los furtivos para conservar a los rinocerontes?, ¿no deberíamos an­tes, quizás, considerar siquie­ra las con­diciones socioeconómicas del país y de los cazadores ilegales? Para pro­teger la integridad ecológica de cierta área natural protegida es necesario realizar incendios controlados en los bordes de sus bosques o abatir a un cierto número de animales salvajes que habitan en sus laderas. ¿Son estas acciones moralmente permisibles? Supongamos, en fin, que una com­pañía minera realiza una explotación a cielo abierto en una zona previamente inalterada. ¿Tiene la empresa una obli­gación moral para “restaurar” posteriormente la zona a su estado previo?, ¿tienen entonces el mismo valor la zona inalterada y la zona restaurada?

De un modo más general, interesan a la ética del medio ambiente problemas más amplios, como los siguientes: ¿tenemos algún derecho “especial” sobre el resto de la naturaleza?, ¿nos obliga nuestra “posición como seres humanos” a realizar alguna consideración determinada para con otros seres vivos?, ¿hay alguna “obligación ética” o ley moral que debamos seguir en el uso que podemos hacer de los recursos naturales? En tal caso, ¿por qué es así?, ¿en qué se basan tales limitaciones?, ¿en qué se diferencian de los principios morales que rigen nuestras relaciones con otros miembros de nuestra misma especie? A la ética del medio ambiente le incumben también las mismas grandes preguntas que a la ética en general. Por ejemplo: ¿son válidos aún los paradigmas éticos tradicionales para responder a los problemas ambientales derivados de las actividades de las sociedades humanas? Más aún: ¿hay principios o leyes morales de carácter general, es decir, de apli­cación universal,independiente del contexto, que deban seguirse a la hora de valorar las consecuencias de nuestros actos sobre la naturaleza? Los universalistas responderían de modo afirmativo, mientras que los relativistas de­fende­rían que los principios morales son siempre personales e intransferibles, y los utilitaristas considerarían la bondad de los actos en función de sus consecuencias —en concre­to, de la cantidad de bien producido, es decir, de su con­tri­bu­ción a la “felicidad” de quienes reciben dicho bien. ­Ahora bien, no es difícil darse cuenta de que el criterio utilitaris­ta, sin más, acarrea sus peligros, pues no siempre debe con­si­derarse justo, ético o bueno, aquello que produce la felici­dad a gran cantidad de gente. Por ejemplo, prácticas que provocan grandes mortandades entre los animales, como la caza ilegal de los elefantes por el marfil de sus colmillos, podrían llegar a ser consideradas éticamente como buenas, ya que generan satisfacción a los humanos. Por ello, no resulta claro hasta qué punto la ética del medio ambiente puede ser una ética utilitarista. Por contra, las teorías de la ética deontológica mantienen que las acciones deben juzgarse como buenas o malas independientemente de sus consecuencias. Así, se establecen códigos de normas o principios basados tan sólo en el deber, que podemos considerar como imperativos categóricos, cuya observancia o violación es lo que está intrínsecamente bien o mal.

Acerca de la naturaleza y lo natural

¿Qué cabe entender por naturaleza?, ¿qué es lo natural? Lo cierto es que podría no haber un significado único para es­tos términos, con lo que la respuesta a nuestra pregunta so­bre la existencia de normas universales que permitan valorar las consecuencias de nuestros actos sobre la naturaleza estaría en función de lo que entendemos por ésta.

La noción de natural, como opuesto a lo artificial, ha ge­nerado un amplio debate sobre la importancia de la na­tu­raleza que ha sido interferida por las actividades de las so­ciedades humanas, como es el caso de los paisajes res­tau­rados. Hay quienes consideran que las situaciones to­tal­men­te naturales, producto de una evolución a largo plazo, acarrean un “valor añadido” que estaría ausente en las que han sufrido la intervención humana. Tales formas de pensar corren el riesgo de menospreciar el valor de nuestra propia vida y de sus productos, como la cultura. Por ejem­plo, si consideramos que las especies tienen un valor propio, entonces su desaparición ha de ser vista como negativa, mientras que su conservación debe valorarse como positiva. Ahora bien, lo cierto es que la extinción es el destino final de las especies, y es de hecho un proceso natural, en el sentido de que ocurre también sin la intervención humana. De este razonamiento se puede deducir que lo que puede ser calificado como negativo es la acele­ra­ción en el proceso de desaparición de las especies, de­bi­da a las actividades humanas. Lo cual, a su vez, nos conduce a otra refle­xión: si no­sotros, nuestra especie, so­mos par­te de la natu­ra­leza, en­ton­ces cualquier cosa que nosotros ha­gamos es así mismo natural. Por ello, si forma­mos parte de la naturaleza, y como resultado de las actividades de las sociedades humanas está aumentando la tasa de extinción de las especies, ¿cómo podemos decir que la extinción no es un fenómeno natural?

Por otro lado, se tiende a creer generalmente que las so­ciedades nómadas de cazadores-recolectores, y otras for­mas de subsistencia en íntimo contacto con la natura­leza, eran depositarias de un profundo conocimiento y una am­plia veneración de la misma, por lo que han sido con­si­deradas como conservacionistas de la naturaleza. En pa­rale­lo, se suele considerar a las sociedades sedentarias, en las que se registraron fenómenos de urbanización y ex­plo­tación de los recursos naturales, como sistemas alejados de la naturaleza, sin contacto ni apreciación con la mis­ma. Ahora bien, esta visión de las civilizaciones pretecno­ló­gicas como “naturales”, y las sociedades tec­no­ló­gicas como “artificiales”, ha sido pues­ta en duda recientemente. Actualmente, se cree que los aborígenes podrían ha­berse comportado, también, como ex­plotadores de la naturaleza. Así pues, ¿es natural la explotación de la natu­raleza?


Dominio de la naturaleza

El antropocentrismo tiene sus orígenes en la afirmación clásica de que el hombre es la medida de todas las cosas; en consecuencia, sólo los asuntos concernientes al hombre poseerían dimensión moral, mientras que las consecuencias del comportamiento humano sobre terceras entidades —es decir, no humanas— serían irrelevantes, a no ser que indirectamente resultaran lesionados los derechos o intereses de otros seres humanos. La mecanización posterior de esta imagen del mundo llevó a delinear la idea según la cual el hombre y la naturaleza son entidades con­trapuestas, siendo aquel el dueño y señor de ésta. O, lo que es lo mismo, bajo la imagen del dominio de la natura­leza por parte del hombre, la naturaleza es sólo un objeto desnudo, sin sustancia ni potencia alguna, lo que explica que carezca de valores intrínsecos y de derechos.

Muchas civilizaciones han defendido una imagen del mundo según la cual nuestra especie merece, y de hecho tiene, un lugar “especial” entre los demás seres vivos. La ca­pacidad de modificar de modo consciente el mundo a nues­tro antojo, y el sentimiento de superioridad ligado a esta idea han servido para justificar el dominio de la naturaleza por parte del hombre. Las raíces de esta imagen del mundo, se­gún la cual nosotros seríamos los amos, dueños y se­ñores de todo lo demás, se pueden encontrar, al menos en parte, en determinadas creencias religiosas. 

Administración y gestión de la naturaleza

En general, las culturas pretecnológicas —con modos de vida basados en la caza y la recolección, actividades desarrolladas en un íntimo contacto con la naturaleza—, así como muchas sociedades tradicionales —que en muchos casos continúan viviendo de prácticas agrosilvopastoriles de subsistencia, mantenidas a lo largo del tiempo— han conservado un fuerte vínculo de unión con la naturaleza. En muchos de tales casos, el papel del hombre está bien descrito por una función de administración, responsabili­dad y cuidado de los bienes de un determinado lugar. Como guardianes de tales recursos, los seres humanos de estas culturas y sociedades trabajan la tierra de la que viven, desde una posición de humildad y reverencia que forma parte integral de esta con­cepción de las cosas.

Una imagen hasta cierto punto relacionada con lo ante­rior es la que se presenta de modo casi generalizado en las sociedades industriales y de consumo actuales. Así, son mu­chos quienes consideran que nuestro papel en la naturaleza es realizar una gestión, preferentemente racional, de los recursos naturales necesarios para satisfacer las nu­me­rosas demandas de las actividades de tales sociedades. Esta visión surge de diversas creencias fuertemente arrai­ga­das en la forma de pensar de quienes la defienden, entre las cuales podemos considerar las siguientes: 1) Somos la especie “más importante” del planeta, y por lo tan­to es­tamos a cargo del resto de la naturaleza; esta idea se observa claramente cuando hablamos de “nuestro” planeta, o cuando queremos “salvar” la Tierra. Ahora bien, ¿es éste un uso legítimo de la palabra nuestro?, ¿podemos acaso eri­girnos en salvadores del planeta?, ¿quién nos ha conferido tal título? 2) Siempre hay más, es decir, la Tierra nos ofrece una cantidad ilimitada de recursos naturales, y el ingenio humano puesto al servicio de la tecnología nos permite incluso descubrir nuevos recursos, nuevos usos para recursos ya conocidos, así como sustitutos para recursos que puedan estar agotándose. Sin embargo, ¿hasta cuándo podremos seguir haciendo un uso irracional de los recursos naturales?

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